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1ª Edición del Concurso Literario «Relatos de Tanit»

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La Asociación Culto a la Diosa Tanit Ibiza celebró el domingo 26 de marzo, en el restaurante Es Caliu de Ibiza, la entrega de premios de la Primera Edición del consurso literario «Relatos de Tanit». En un ambiente agradable y acogedor, los invitados al evento pudieron degustar una excelente paella y disfrutar de música oriental, danzas tribales, danza del vientre y un mercadillo artesanal. El evento fue organizado por la asociación, dedicada a fomentar la diosa Tanit como vértice desde el que empoderar a la sociedad con la esencia femenina e incluyendo a los hombres y los niños y niñas.

Tras el espectáculo de danza y música se entregaron los capazos de Tanit provistos de artesanía y productos de Ibiza. En el concurso literario habían participado diez personas con relatos sobre experiencias ficticias o reales que tuvieran relación con la diosa Tanit. Todos los relatos demostraron un gran talento y conexión con la espiritualidad, la fertilidad, la feminidad, la madre y las demás características de la diosa. Tras una difícil deliberación, el jurado ya tenía a sus ganadoras:

El primer premio fue para el relato En el regazo de Tanit de Marta Blanco Fernández.

El segundo premio fue para Luna creciente de Marina Ferrer.

Y la mención honrosa fue para Recetario de verano de Tanit Casanova Llanos.

Puedes leer los relatos a continuación:

En el regazo de Tanit

Autora: Marta Blanco Fernández

Isla de Ibiza, año 215 antes de nuestra era.


-¡Himilce! ¡Himilce!

La anciana apenas oía las voces que pronunciaban su nombre, preocupadas. En la fresca penumbra que reinaba en todo el interior de la casa, cuando entreabría los ojos, sólo veía sombras moviéndose en torno a ella. Sabía que eran las mujeres de su familia quienes se acercaban al camastro y trajinaban con paños húmedos y bebidas calientes.

“A qué tanto jaleo, niñas, mis huesos están cansados, mis pies han caminado mucho, mis ojos vieron lo que tenían que ver, a qué tanto jaleo, si pronto estaré entre los brazos de Madre“.

La vieja Himilce se entregó al sopor de las fiebres, y su espíritu abandonó la casa para sumergirse en los recuerdos. Nunca tuvo una madre terrenal, o, al menos, nunca la recordó, pues apenas tienen memoria los bebés que no han nacido y ella sólo pudo conocerla las lunas que vivió en su vientre. Pero de ella había heredado su fuerte carácter y su voz melodiosa, o eso solían repetirle su padre, sus tías y todo el poblado.

Si algo le pesó a Himilce la ausencia de una madre, ese pesar se desvaneció la mañana en que por vez primera subió caminando al Santuario, cuando apenas había vivido cinco primaveras.

Tantas estaciones han pasado y lo recuerdo como si fuera ayer. Mi piel se ha arrugado, mis ojos ven desde detrás de un velo blanco, mis manos apenas tienen fuerza para sujetar un pequeño canasto, pero mi corazón, ay mi corazón, palpita como aquella mañana en La Sagrada Cueva.

Recuerda las pequeñas flores azules en su pelo y en su túnica, y el sabor de la miel de romero que llevaron de ofrenda a la Diosa, Madre del mar azul, Madre del cielo inmenso, Madre de todas las criaturas, Tanit, la poderosa.

Después de la caminata desde el poblado y, al adentrase en el templo y tocar sus paredes rugosas, Himilce sintió una especie de vértigo que subía desde sus pequeños pies hasta la boca del estómago y que le nublaba la visión. Caminó entre la gente, con dificultad intentó no cerrar los ojos, pero finalmente su cuerpo se tambaleó y se desplomó en el suelo.

Cuando pudo incorporarse, se dio cuenta de que se había quedado sola en el interior, en una de las salas subterráneas. Su corazón se inquietó como un pajarillo asustado, pero, en vez de llorar, cerró los ojos con fuerza y del fondo de su ser brotó una certeza: Madre Tanit me cuida.

Sólo en el momento en que su respiración recuperó la serenidad, se atrevió a mirar: allá en el fondo, en una pequeña gruta apenas iluminada por las antorchas estaba Ella: hermosa, sonriente, con los brazos abiertos de par en par, y una presencia amorosa que todo lo impregnaba.

Se lanzó a sus brazos, inmensos y cálidos, y en su regazo, arropada por su manto alado, con las manitas aferradas a su cuello, sus infantiles ojos se volvieron sabios, pues todo lo vieron: la infinitud de los senderos estrellados que surcan el cielo en la noche, la vida primigenia que habita en los mares, la misteriosa red que une a todos los seres, las formas, los patrones, las texturas, los colores, las esencias … todo.

En el divino regazo se rindió y un sueño plácido nubló su conciencia.

Al abrir los ojos sintió que llevaba durmiendo mucho tiempo. Se vio tumbada en el suelo con las cabezas de sus familiares inclinadas sobre ella. La pequeña Himilce relató lo que había vivido y a, partir de ese día, comenzaron a llamarla “Bendecida por la Diosa”.

Muchas estaciones habían pasado desde entonces y nunca más su amada Tanit se manifestó de aquella forma, aunque no hizo falta, pues siempre supo que era parte de algo mucho más grande, un engranaje perfecto en el que todos los seres tenían un lugar, un espacio, una cabida.

Sólo una vez se resquebrajó aquella certeza: cuando su pequeña Adama falleció de unas fiebres con apenas tres lunas de vida. Si todos teníamos un lugar ¿Por qué se iba Adama? ¿A dónde iba? Su corazón se rompió al separarse y depositar aquel pequeño cuerpo, extensión del suyo propio, en la Cueva. Pero nunca dudó de Ella, eso ¡jamás!: Madre Tanit te cuidará, como me cuidó a mí. Y la dejó allá arriba.

Allí estarán aún sus huesecitos. Tu espíritu perfecto está con Madre, esperándome junto a Ella.
Durante tres meses apenas probó bocado, hasta que su lastimado corazón se recompuso, y llegaron nuevos hijos que alegraron su camino, y esos hijos a su vez trajeron al mundo nuevas criaturas que nunca la dejaron sola.

La vida de Himilce, aquella niña bendecida por la Diosa, fue dulce y tranquila y, cuando llegó su hora, una gran sonrisa iluminó su rostro.

Las mujeres que fueron a atenderla la mañana en que su espíritu partió contaron, durante muchos años, que había regresado a aquel lugar al que viajó cuando era niña: el regazo inmenso de Tanit.

Luna creciente

Autora: Marina Ferrer

Nací de un deseo. El deseo que antaño existía por el misterio, lo inexplicable. Presencié como
las aguas de mi madre se tiñeron de rojo, las acogí como si fueran mías, les di poder. Viajé e
iluminé al inmenso mar Mediterráneo de conocimientos. Recorrí los cielos, caminé descalza por
los bosques, sentí desiertos. Fui reina de la noche, acompañé nacimientos y viajes a la muerte,
recogí vidas. Decidí vivir en los lugares más recónditos del universo, los más profundos, los
menos vistos: en el tiempo, la inspiración, la música, en cada pensamiento… Uno de mis
refugios fue mi cueva. Mi cueva se encuentra dentro del templo de los bosques, en un lugar
delicado y secreto. En sus paredes transita el agua con su leve canto, se mezcla el silencio con la
confusa oscuridad y su suelo está lleno de huesos de palomas, corderos y humanos, junto con
las cenizas de aquellos que ya no pudieron más y protegí en sus trayectos infinitos. Mi cueva
está repleta de símbolos, bellos e indescifrables. En su vacío se puede sentir la presencia de
ritos ancestrales y el calor de su antigua llama. Pero, ha sido enigmáticamente abandonada con
el paso del tiempo.


Acudían a mí viajeros lejanos, caminantes y todo aquel que anhelara respuestas detrás de cada
cosa y estuviera dispuesto a escucharlas. Ningún dios se atrevió a desafiarme, aunque he sido
enterrada, destruida y negada. Aun así, sin perder la calma, siempre he vuelto más fuerte que
antes, a transmitir mi legado. Soy joven; vieja también, el principio y el final. Con tantísimos
nombres que sería difícil reconocerme, pero con uno único que se me prestó: Tanit.

Siempre he vivido rodeada de tierra rojiza. Aquella que guarda secretos en su interior, con el
reflejo de una luz que cuanto más cálida era más me teñía las mejillas del color de las granadas.
Siempre he vivido en una isla rica en pinos, olivos e higueras, contorneada por las montañas
eternamente verdes, con fronteras de olas susurrantes, donde se escondían leyendas. Era
arropada por los campos cuando nadaba en el mar, por la melodía de las fuentes cuando me
detenía a escucharlas. Vivía condicionada por un aislamiento continuo, pero con la compañía
que me era brindada y era capaz de otorgar, cuidando a los bosques que como yo tenían
heridas, percibiendo lo que las raíces de los árboles deseaban expresar, recorriendo caminos
trazados por los años.


Dentro de esta extraña armonía siempre me preguntaba—¿por qué no era capaz de sentir esto
en otros lugares?—. Como si de una presencia se tratase.

Constantemente tejía mis propias ideas, aunque dudaba de ellas la mayoría del tiempo; pero
quería antes de nada comprender todo lo que me fuera posible antes de buscar una respuesta
definitiva, miraba y aprendía detenidamente las labores de mis vecinas; coleccionaba cada
detalle de las antiguas historias que contaban, donde podía incluso reconocerme a veces,
guardaba cada enseñanza que me era concedida como mi amuleto más preciado. Pese a todo,
seguía sin encontrar la respuesta que deseaba.

Pasado el tiempo me vi bajo la necesidad de abandonar lo que durante tanto tiempo había sido
mi hogar, y emprender un nuevo viaje en busca de historias y leyendas que aprender.

En este nuevo camino abrí las puertas que descubren cambios, fui testigo de facetas humanas
que antes no percibía: cómo se corroía mi entorno de avaricias teñidas de oro, el poder, la
destrucción. Fui testigo de la cruel distancia de los océanos, palabras que, al escuchar
pronunciadas, hacían que toda su anterior magia se esfumara… Estas me disgustaban, y
cavaron en mí grandes pozos de tristeza, como si no esperara esta traición. Era acechada por
una intensa melancolía que mi intuición pretendía ignorar. Y allí empezó a brotar una leve
oscuridad, profunda como habían sido un día mis pensamientos. Mi esperanza había cambiado
de forma, era casi irreconocible. No constaba de las mismas facciones, ni siquiera de sus
símbolos, aunque la toleré y me conformé con ella durante unos años. Podía parecer que yo
también había cambiado, si no era por las facciones, era por la manera de mirar; perdí
conexiones, pasé por alto y mis ojos perdieron poco a poco la luz que antes vivía en ellos. Creció
así mismo un dolor que nadie parecía saber curar, y volví a mi hogar.

Mi retorno fue sereno, hasta que noté que aquí también algo había cambiado, se habían
borrado caminos, pintado de otros colores, destrozado lo que quedaba de mis refugios. Así que,
desesperadamente, acudí al lugar más cercano a mis recuerdos: la desconocida cueva, que
albergaba un templo blanco, en forma de media luna, que rebosaba de aguas poderosas del
suelo fértil desde hacía siglos. Fui hacia ellas como si en mí estuviera escrito, y allí pasé largos
días de reflexión. De repente la respuesta que tanto deseaba apareció. Fue en ese momento en
el que me di cuenta del origen de todo; mi dolor, mi curiosidad, mis ideas. Llevaba conmigo el
mismo peso que mis raíces habían cargado, toda la historia, la presencia ancestral de los dioses,
y la que más, que igual que en mí, estaba en esta isla, la de la diosa. Comprendí que nuestra
existencia era paralela a la otra, y que ella siempre había estado, en esencia, conmigo. Y perdí el
miedo.

Finalmente, cuando mi dolor se desvaneció, descubrí otro que era incurable, ni siquiera el agua
más sabia podía curarlo. Y acepté que estaba en el sitio ideal para morir, porque, como
anteriormente hicieron mis ancestros, había venido para curarme y también a emprender otro
viaje en un lugar más indicado.

Recetario de verano

Autora: Tanit Casanova Llanos

Siempre me gustó escribir desde la cocina.

Esa habitación que hice propia, que hicimos propia, mi madre, las especias, y yo.

Aquel día la encontré terriblemente vacía. Los estantes parecían vibrar por la carencia, nunca había
visto allí tantos tarros de cristal sin contenido, no creo ni haberme percatado antes de ese día del
color ocre de las maderas que enmarcaban la estancia.

Recuerdo entrar, con los calores recorriéndome el espinazo, mechones de pelo enmarañados sobre
la frente. Sudor y sollozo peleando por adueñarse mis mejillas.

Lancé la mochila con rabia contra la primera esquina que se cruzó en mi camino.

Fue entonces cuando mi llanto, un llanto de chiquilla de trece años, un llanto familiar, unas
lágrimas que bien conocían los surcos que habían de recorrer (a esas edades, ya se sabe), se
encontraron con algo totalmente inesperado, una antítesis dentro de los paralelismos: el llanto de
mi madre.

Aquel día la encontré terriblemente vacía.

Y aunque ambas éramos fluido y carne, y aunque los hipos quebraran el silencio de la sala en un
contratiempo perfecto, su dolor me desgarró como sólo puede hacerlo el percibir el quiebre de
aquella mujer que para una lo es todo, aquella a quién una ha visto una y mil veces sonreír entre
fogones mientras el mundo ardía.

– Este año no hay cosecha. Los tomates no crecen. Apenas he recogido alguna berenjena, y
son minúsculas.

Esto fue lo que susurró mientras su espalda se escurría contra la pared, y fue el punto y final de
aquellas palabras, planteado a modo de suspiro, el que me atrajo a su lado, con esa fuerza que
solamente tienen algunos suspiros. Las dos en el suelo, pantorrilla contra pantorrilla, miradas
perdidas en el ficticio horizonte que trazaba la encimera.

– En el instituto se burlan de mí, soy la única a la que no le ha venido la regla todavía.

Desde la ventana, podía vislumbrar la tierra que nos rodeaba, de un marrón chocolate, brillante.
Navegando entre mis surcos, y los del arado, sólo podía pensar en dos palabras, como dos lápidas:
yerma, vacía.

Yerma, vacía.

En aquel momento sentí por primera vez, que no era yo quién necesitaba consuelo, que no era yo
la pajarilla herida buscando cobijo bajo un ala que todo lo cubre. Por primera vez, nos percibí
como iguales. Indefensas, desnudas, dos mujeres que se cuestionaban una identidad basada en
causalidades por las que poco podían hacer más allá de lamentarse, mudas.

Su mano buscó la mía, y en la firmeza de su tacto comprendí, sin palabras, que era un acto más allá
de lo palpable, que con ese gesto me hacía partícipe de sus temores, y que reconocía como propio
ese sentimiento que me invadía.

Tejimos un diálogo de silencios durante un instante que bien pudo durar horas.

Más tarde, ya en mi habitación, me senté frente a la ventana. La luna se me antojaba distinta. No
tenía su superficie creciente la consistencia de espejo que devuelve miradas, ajeno a las súplicas,
deseos o ensoñaciones que éstas ocultan; frío e impasible. Pude notar, os juro que lo noté, cómo
mi mirar se volvió recíproco. La luna me tendió la mano, como horas antes había hecho mi madre,
y yo no dudé en agarrársela.

Por favor, ayúdanos.

Y en aquella noche de julio, el cielo se tornó rosado.

Cascadas brotaba de una brecha cósmica, nubes a modo de rizos ebúrneos que enmarcaron un
rostro que ya no tenía perfil oculto.

Danzaban en mi vientre las más profundas pasiones, sentimientos que despertaban de un letargo
hasta entonces permanentes

Energía y fuego.

Y entonces abrió los ojos.

Era ella, diosa entre diosas.

Mi mirar se volvió recíproco, ardió el firmamento.

Se me deshilvanaron las costuras ficticias de un alma que transitó, en pocos segundos, el camino
hacia la madurez; rotas las cadenas, por fin, era libre.

Cascadas brotaban de sus cráteres, cascadas brotaban de mi pecho, entendí que soy fluido, que
somos carne y fluido, y que el poder asusta sólo por saberse a sí mismo capaz de inundar a su
antojo.

Me desplomé sobre la cama inundada por un cansancio repentino y abrumador.

No sé si me despertó el calor del sol de media mañana que venía a recordarme que lo dual no
tiene, a veces, nada de amable; o si fue la humedad que noté entre mis muslos.

Recogí las sábanas manchadas, escarlata sobre lienzo, y como una exhalación me dirigí a la cocina.

– ¡He hecho gazpacho!- exclamó mi madre, sin girarse, mientras trasteaba el especiero sobre
los fogones.

Al abrir el portón trasero, me recibieron esos surcos repletos a rebosar de tomates, pepinos,
berenjenas.

Diversión natural cromática, que cubría alegremente los vacíos de la tierra.

Los surcos del alma descosida.

Mi madre y yo nos fundimos en un abrazo. Como iguales.

Y a ese abrazo se sumó el abrazo de ella, diosa entre diosas, ala que todo lo cubre.
Desde aquel día, siempre en julio preparo, en esta cocina que hice propia (en memoria de mi
madre) el gazpacho de Tanit.

Nunca sabe exactamente igual, como no puede ser de otra manera, porque no hay nada más
verdadero en la esencia del fluido, que su fluidez misma.

Autora de SOLTERA Y SATISFECHA, UNA DE CAL Y OTRA DE KARMA y UN CUENTO DE HADAS. Más información en: www.elenallorente.com En este blog me gusta aportar RESEÑAS sobre todo tipo de novelas. También me interesa la INTELIGENCIA EMOCIONAL y en este blog encontrarás artículos divulgativos sobre el tema. Por último, otro de mis proyectos es el de RESUMIR EL TEMARIO DE OPOSICIONES DE LENGUA Y LITERATURA, que tengo a la venta en este blog. Temas resumidos y listos para estudiar que te ahorran tiempo y esfuerzo. Gracias por tu interés.