Relatos
LA MUJER DEL PERRO
Alejandra no tiene frío. La expectativa de encontrarse con Mario la hace entrar en calor. Nada puede hacer que se desvíe de su camino.
Se alegra de que haya dejado de nevar. La ciudad se ha cubierto de un manto blanco que da un aspecto gélido al paisaje. Apenas hay tráfico. Los árboles están petrificados. El cielo de color gris hace presagiar una nueva nevada. Lleva botas con suela de goma, guantes, sombrero y abrigo impermeable de color negro.
Se dirige a un parque cercano a su casa. Mario y ella han quedado citados allí. No pueden dejar de verse ni siquiera el domingo. Ambos están casados. No podrán hablar ni saludarse. Mario acudirá con sus hijos, desea que Alejandra los conozca, pero no querrá que nada les llame la atención. Los niños son muy suspicaces.
Va sorteando los charcos, trata de no resbalar, y piensa en la emoción que le produce conocer a los hijos de Mario. Es una forma de compartir con él su otra vida.
Cuando llega al parque se encuentra un jardín desolado. Nadie en los columpios, ningún niño jugando. Sólo una mujer que pasea un perro y que la observa. Consulta su reloj. Aún no son las doce. Su impaciencia la ha hecho anticiparse a la hora convenida. Recoge del suelo la rama de un árbol y quita con ella la nieve que cubre el banco. Se sienta. Abre el bolso, saca un periódico y lo despliega. Hace ver que lee, cuando la realidad es que está inquieta. ¿Qué sentido tiene estar sentada en un banco con el frío que hace? Se levanta y pasea nerviosa. Menos mal que las botas le permiten hundir sus pies en la nieve virgen. La mujer del perro sigue dando vueltas y no le quita el ojo. ¿Qué pensará de una mujer sola, en un parque, en un día tan desapacible? Por fin llega Mario. Aparca justo enfrente. Sale del coche y abre las portezuelas traseras. Aparecen dos niños que echan a correr. Mario les llama al orden, cruzan la calle y entran en el parque. Cuando Mario pasa delante de Alejandra, sigue de largo, persiguiendo a los niños que se dirigen, entre risas, a los columpios. Alejandra se encuentra paralizada. Observa a los niños a distancia. Necesita saber si se parecen a Mario. La niña es igual al padre en miniatura, rubia, de pelo lacio, esbelta y delicada. El niño no se le parece, es moreno y fornido, tal vez como la madre. Podrían haber sido suyos. Ella no tiene hijos.
Mario es niñero, va de acá para allá, hace bolas con la nieve, les enseña a formarlas y luego se las tiran los unos a los otros. Mientras los niños están distraídos, desvía la mirada y le hace un guiño de complicidad a Alejandra. Sabía que él encontraría la manera de comunicarse con ella. La mujer del perro lo ha visto todo. Ha visto como Mario le guiñaba el ojo a la joven del banco que parecía estar sola. Alejandra se siente confundida. Siente que en el parque está de más, que su presencia profana a las criaturas. Se levanta del banco para alejarse. Mario percibe su malestar, saca la agenda de su bolsillo, escribe unas notas con premura, arranca la hoja y cuando Alejandra pasa por su lado, deja caer junto a ella un papel doblado. Echa a correr después hacia los columpios, donde los niños le reclaman. Alejandra se agacha, recoge el papel, lo despliega y lee “Te espero a las seis donde siempre. No dejes nunca de quererme”. Alejandra, rompe el papel en mil pedazos y lo guarda en el interior de su bolsillo mientras la mujer del perro la sigue con la mirada. A sus espaldas, los niños siguen jugando. Mario, no la ve alejarse. La nieve cae de nuevo sobre el parque.
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