Relatos
Antes de acabar el día
Siempre abandona la oficina a las ocho de la tarde. Sale dando un portazo y cierra la puerta con llave. Pulsa el botón del ascensor. Tarda en subir. Al llegar, se para bruscamente y da un respingo. Entra, pulsa el botón y baja. Se mira en el espejo que tiene de frente. Observa sus ojeras, la mirada apagada y los labios resecos de tanto fumar. Está despeinado y sin lustre, la chaqueta arrugada y los pantalones con rodilleras. La camisa sobada, desabrochado el primer botón y aflojado el nudo de la corbata. La oficina le come. Arriba quedó el cenicero redondo en el centro de la mesa, repleto de colillas.
Cuando llega al portal y sale a la calle, ya es de noche. Un río de coches atraviesa la ciudad. Recorre la distancia que le llevará a su parking. Se mete en el coche y lo pone en marcha. Sube la rampa que le dejará a nivel de calle. No puede salir, el tráfico tapona la salida. Siente un espasmo en el estómago. Al rato, mete el morro y se cuela en la calzada. Conecta la radio. Decide que no le apetece escuchar noticias y selecciona un CD de música clásica. Se desplaza por la ciudad como un autómata. Se siente embotado y le estalla la cabeza. Intenta relajarse pero no puede. Su cabeza sigue en la oficina.
Su familia le estará esperando en casa. Tendrá que superar su decaimiento. Forzarse un poco más antes de acabar el día. Ahora se encuentra en un atasco. Es hora punta. La circulación está bloqueada. Siente de nuevo un espasmo en el estómago. Nunca llegará a casa. Empieza a sudar. Se siente acorralado. No puede abandonar el vehículo en mitad del tráfico. Se ahoga. Inspira hondo y exhala despacio una y otra vez. Recupera la calma. Parece que el atasco se disuelve. Arranca y coge velocidad camino de su casa. Se encuentra al fin en la rampa del garaje. Pulsa el mando a distancia y la puerta basculante se levanta. Aparca. Sale del coche como el que sale de una cárcel. Abre la puerta que comunica con el vestíbulo. Pulsa el botón del ascensor. Siempre está en el sexto. Espera. El nudo del estómago sigue atenazándole. Cuando entra en el ascensor vuelve a mirarse en el espejo. Está hecho una ruina. Llega al descansillo. No encuentra las llaves. Debió dejarlas en el despacho. Toca el timbre. Se siente al límite. Le abre la puerta la empleada del hogar, como cada día. Alguno de la familia podría salir a recibirle. Pero no sale nadie. Están todos ocupados. Amanda, su mujer prepara la cena, no es capaz de venir a recibirle, sería perder su tiempo, con tanto como tiene que hacer. Sus hijos tampoco acuden, hacen los deberes. Los saluda a todos de pasada. Recorre el pasillo hasta llegar a su habitación. Se quita los zapatos, tiene los pies doloridos. Los días se repiten sin sentido. Debe estar haciendo algo mal. Pero por más que lo piensa, no sabe qué. Se desviste y se prepara un baño. Cuando la bañera está llena, hecha sales. Se mete. El agua caliente distiende su musculatura. El nudo del estómago se afloja. Cierra los ojos. Descansa. Sale de la bañera y se cubre con el albornoz. Se seca. Se enfunda en un chándal fino y se dirige a la cocina. Encuentra a su mujer que sigue cocinando y que le pregunta distraídamente, cómo le ha ido el día. El contesta que como siempre. La empleada del hogar le dirige la mirada. Su mujer, no. Coge una copa de la cristalería. Abre la nevera, toma una botella de cava. La descorcha, el tapón sale disparado. Escáncia el líquido dorado en la copa. Otro sorbo y después otro, hasta que el nudo que tiene en el estómago se disuelve. Observa la copa. Está vacía. La llena de nuevo. Se pregunta: ¿Qué estaré haciendo mal?
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